La Fundación Cuatrogatos en este Día Internacional del Libro Infantil 2025 en recuerdo de H.C. Andersen difunde este mensaje de Cristina Rebull, autora cubana con varias novelas para público infantil. La ilustración que acompaña es de Jorm Samgsorn, ilustrador tailandés.
Ilustración de Jorm Sangsorn
Un regalo diferente
Cristina Rebull
El
papá de mi mamá, mi abuelo, se fue para otro país cuando ella tenía
cinco años y nadie sabía, exactamente, dónde estaba. Pasó el tiempo, mis
padres se casaron y cuando yo nací llegó un regalo a la casa. Era un
regalo de mi abuelo: una máquina de escribir.
Crecí
mirando aquella máquina de teclas verdes y esperando el día en que me
dejaran tocarla. En esa espera, llegó mi primer libro: Hansel y Gretel,
aquella historia recogida por los hermanos Grimm que hablaba de la
bruja malvada intentando engordar a Hansel, y que terminó en el horno a
manos de Gretel. El libro era una maravilla de cuaderno ilustrado, lleno
de colores brillantes y figuras a relieve que se erguían cuando uno
pasaba las páginas de cartulina dura. Era toda una creación visual, y el
cuento se convirtió en mi primera ventana a la lectura. Primero, cuando
todavía no sabía leer, cada noche mis padres o mi abuela me releían la
historia de los hermanos perdidos en el bosque.
Más
tarde, cuando aprendí a leer, el libro se convirtió en una fiesta de la
imaginación, pues yo misma pasaba las páginas y podía mover los
personajes y hasta entrar y sacar del horno a la bruja mala. Después
llegaron El patito feo, El soldadito de plomo, La princesa y el guisante… todos de Hans Christian Andersen. Crecí un poco, y mi papá me dejó en la mesita de noche Moby Dick,
del escritor Herman Melville. Para entonces, ya conocía bien el mar y,
cada vez que me paraba frente a él, la historia de la ballena me llenaba
los ojos.
Por
esta época, en mi cumpleaños número ocho, me permitieron sentarme a la
máquina de escribir, colocar un papel y empezar a teclear. Escribí mi
primera escena. Fue mi primera incursión como escritora: el teatro.
Cuánto me gustaría tener esas páginas en mis manos. Recuerdo que había
tres personajes: el bien, el mal y un tercero que era como una especie
de intermediario que luchaba porque las partes llegaran a un acuerdo.
Era mágica la máquina de escribir. Uno pensaba, tecleaba y aparecía en
la página, antes en blanco, la palabra deseada.
En
mi camino por la lectura pronto llegaron Julio Verne y Mark Twain.
Quería escribir una historia como la del capitán Nemo, pero me alejé del
mar y decidí enviar a los astronautas al planeta Marte. Aunque no lo
crean, esas páginas sí las conservo. Algo parecido sucedió con Twain, me
arrebató El príncipe y el mendigo y caminaba por la casa
con el libro en las manos, sin poder dejarlo, y terminaba en la máquina
de escribir deseando que se me ocurriera algo tan maravilloso. En esta
ocasión no envié a nadie al cosmos, pero tuve que leerme el libro dos
veces porque una vez no fue suficiente.
Muchas
horas jugué a ser una escritora en aquel regalo de mi abuelo,
inesperado y hasta un poco absurdo para una niña que acababa de nacer. Y
crecí más. Esa máquina me acompañó hasta que me fui de mi país. Ahí
escribí el manuscrito de mi primer libro, canciones, poemas, obras de
teatro, guiones de radio y televisión, y todavía siento en la yema de
los dedos la suavidad de las teclas impecablemente pulidas. Han pasado
los años y me sigo preguntando cómo mi abuelo, a quien no conocí,
decidió aquel regalo. Donde quiera que esté, se lo agradezco mucho.
Lo
primero que hace un niño es jugar, y en su juego encuentra personajes y
se los cree y se inventa mundos que solo existen en su imaginación. Si a
esto le agregamos libros, imágenes, música… ese niño crecerá diferente
porque aprenderá a ver el mundo de manera diferente. Si además tiene la
suerte de que alguien lo invite a la escritura tendrá la posibilidad de
decidir el viaje por ese camino mágico que es inventar historias para
luego contarlas.
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